“Ser madre. Un ser indiscutido, indiscutible. Un ser que se da por sentado a partir del hecho de parir. Como si por tener la capacidad física de concebir un hijo una fuera madre en forma automática. Sin embargo, nadie espera ser músico, médico o empresario de un día para el otro. Quizá porque en otras áreas aceptamos la evidencia de que todo ser se construye, va creciendo en uno. También la madre iba a crecer en mí, pero entonces, ese desmoralizador día de julio, yo no lo sabía. Ese día yo ya era madre. Tenía un título, y no había cursado “la carrera”.
Mucho tiempo después, negociando con mi hijo menor que pedía por tercer día consecutivo golosinas, entré en una juguetería a comprar un dinosaurio de goma. Cuando nos acercamos a la caja, una de las vendedoras hablaba con otra de su reciente maternidad. Acababa de dejar a su bebé de seis meses al cuidado de la abuela para poder reintegrarse al trabajo. La compañera, para alentarla, le hacía notar que había adelgazado y que eso le sentaba. Pero la nueva madre no dejaba de suspirar:
-¡Ay, cómo te cambia la vida! -decía.
La historia sigue repitiéndose. En la clínica, si las cosas han salido como esperábamos y el padre se ocupa de contener a las visitas, los días que siguen al parto suelen resultar emotivos y pacíficos. El bebé, agotado por el esfuerzo del nacimiento, duerme la mayor parte del tiempo. Las madres, conmocionadas pero plenas, bajamos de la cama mareadas de felicidad y cócteles hormonales para tomar un buen baño o maquillarnos un poco. Pero al llegar a casa el bebé despierta. Entonces, la realidad golpea.
Sin el apoyo de enfermeras ni dispuestas mucamas que traigan la comida y limpien la habitación, en una casa revolucionada por la llegada del bebé de pronto nos enfrentamos con el obligado ritmo de dar el pecho seis veces por día, otros tantos cambios de pañales, comidas, lavado de ropa, la atención de las visitas, escuchar comentarios no siempre oportunos de la familia…. Y además nos asaltan cuestiones laborales pendientes. De un día para el otro, de los privilegios y el embeleso del embarazo, pasamos al ajetreo más despiadado. De princesas, a Cenicientas.
A mí me sucedió aquel día de julio, cuando la beba cumplió los dos meses y mis fuerzas empezaron a flaquear. Nadie me había contado qué aislada puede sentirse una mujer encerrada con un bebé en un departamento. Nadie me había hablado de agobio ni de extenuación”.