Rebecca Solnit, del libro Una guía sobre el arte de perderse.
El mundo es azul en sus extremos y sus profundidades. Ese azul es la luz que se ha perdido. La luz del extremo azul del espectro no recorre toda la distancia entre el sol y nosotros. Se disipa entre las moléculas del aire, se dispersa en el agua. El agua es incolora, y cuando es poco profunda parece del color de aquello que tiene debajo. Cuando es profunda, en cambio, está llena de esa luz dispersa; cuanto más pura es el agua, más intenso es el azul. El cielo es azul por la misma razón, pero el azul del horizonte, el azul del lugar donde la tierra parece fundirse con el cielo, es un azul más intenso, más onírico, un azul melancólico, el azul del punto más lejano que alcanzas a ver en los lugares donde puedes abarcar grandes extensiones de terreno con la mirada, el azul de la distancia. Esa luz que no llega a tocarnos, que no recorre toda la distancia hasta nosotros, esa luz que se pierde, nos regala la belleza del mundo, que en gran parte está en color azul.
Desde hace muchos años me conmueve ese azul en el extremo de lo visible, ese color de los horizontes, de las cordilleras remotas, de cualquier cosa situada en la lejanía. El color de esa distancia es el color de una emoción, el color de la soledad y del deseo, el color del allí visto desde el aquí, el color de donde no estás. Y el color de donde nunca estarás. Y es que el azul no está en ese punto del horizonte del que te separan los kilómetros que sean, sino en la atmósfera de la distancia que hay entre tú y las montañas. “Anhelo”, dice el poeta Robert Hass, “porque el deseo está lleno de distancias infinitas”. El azul es el color del anhelo por esa lejanía a la que nunca llegas, por el mundo azul. Una mañana húmeda y templada de principios de primavera, conduciendo por la ruta serpenteante del monte Tamalpais, la colina de casi ochocientos metros de altura que se alza justo al norte del puente Golden Gate, tomé una curva que de pronto reveló una vista azulada de San Francisco, como una ciudad de un sueño, y me invadió un intenso deseo de vivir en aquel mundo de colinas azules y edificios azules, a pesar de que es donde vivo, acababa de salir de ahí después de desayunar; y el marrón del café, el amarillo de los huevos y el verde de los semáforos no me habían hecho sentir ese deseo, aparte de que tenía muchas ganas de caminar por la ladera occidental de la montaña.
Tratamos al deseo como si fuera un problema a resolver; nos centramos en aquello que deseamos y ponemos la atención en lo deseado y en cómo conseguirlo en lugar de en la naturaleza de ese deseo, su sensación, aún si a menudo es la distancia que existe entre nosotros y el objeto de deseo lo que llena el espacio entre ambos con el azul del anhelo. A veces me pregunto si, con un ligero ajuste de la perspectiva, podríamos valorar el deseo como una sensación en sí misma, ya que es tan inherente a la condición humana como el azul lo es a la distancia; si es posible contemplar la distancia sin querer recortarla, apropiarnos del anhelo tal como nos apropiamos de la belleza de ese azul que en verdad no se puede poseer. Y es que, como sucede con el azul de la distancia, la consecución y la llegada solo trasladan algo de ese anhelo, no lo satisfacen, igual que cuando llegas a las montañas a las que te dirigías, han dejado de ser azules y el azul ha pasado a teñir las que se encuentran atrás. Aquí reside el misterio de por qué las tragedias son más hermosas que las comedias y por qué algunas canciones e historias tristes nos producen un inmenso placer. Siempre hay algo que nos queda lejos.
En una carta a un amigo que se encontraba en otro continente, la mística Simone Weil escribió: “Amemos esta distancia, toda ella tejida de amistad, pues los que no se aman no pueden ser separados”. Para Weil, el amor es la atmósfera que llena y colorea la distancia entre ella y su amigo. Incluso cuando tienes delante a esa persona, hay algo de ella que permanece increíblemente lejos: cuando te acercas para abrazarla, tus brazos rodean el misterio, lo incognoscible, aquello que no puede poseerse. Lo lejano impregna incluso lo más cercano. Al fin y al cabo, apenas si conocemos nuestras propias profundidades.