En torno a «La mayor» de Juan José Saer

 

 

Por María José Eyras*

“Otros, ellos, antes, podían. Mojaban, despacio, en la cocina, en el atardecer, en invierno, la galletita, sopando, y subían, después, la mano, de un solo movimiento, a la boca, mordían y dejaban, durante un momento, la pasta azucarada sobre la punta de la lengua, para que subiese, desde ella, de su disolución, como un relente, el recuerdo,”

Así comienza “La mayor”, relato de Juan José Saer, escrito en 1972 y publicado en 1976 en un volumen de cuentos agrupados bajo el mismo nombre. Desde la primera frase, en apenas cuatro palabras, el escritor nos anuncia el asunto que lo desvela: en otra época, otras gentes tenían una capacidad que él siente perdida. Enseguida, el cuento hace referencia a una escena de En busca del tiempo perdido, de Proust, para señalar que a diferencia del autor francés, que mojaba una magdalena en el té y al probarla sentía que con su disolución subía, como un relente, un recuerdo, el personaje no lo logra: no puede asir los recuerdos ni recrear mundos a partir de la evocación como alguna vez lo hicieron ellos, otros, antes.

Escrito en primera persona, en boca de un narrador personaje, “La mayor” tiene un tono neutral, frío, y en apariencia el conflicto –tal como se lo entiende en el sentido de suceso- estaría ausente: nada ocurre, podría decirse, más allá del deambular de un hombre que va de la cocina a su habitación, atravesando una terraza, al anochecer, en las horas previas al sueño para, por fin, acostarse. Nada, salvo que el personaje constata que no puede reatrapar un recuerdo mojando una galletita en el té y luego las preguntas que despiertan en él los menores gestos y sensaciones que se suceden en ese trajinar.

Sin embargo ese hombre que intenta atrapar un recuerdo, que se describe a sí mismo a la hora donde la vigilia deja paso a la somnolencia y el sueño, consigue conmover y comunicar su angustia. Y la angustia que transmite es una angustia existencial: ante el paso del tiempo, la imposibilidad de asir el instante; la incertidumbre acerca de la realidad, de lo que llamamos mundo y sus límites; es una desazón frente a la continuidad de los ciclos de lo que concebimos como la vida, del movimiento perpetuo y sin sentido aparente que nos rodea. Y consigue transmitirla a través de la escritura, de la forma y la alteración del orden de la misma.

Entre los recursos que Saer emplea para conseguir esta sensación de extrañamiento -que a la vez que establece una distancia con lo narrado, lo habilita para comunicar estados mentales complejos- se reitera la separación de palabras que normalmente hubieran ido juntas. Por ejemplo, adjetivo y el objeto de la adjetivación: “Es otro, y es, sin embargo, y no más grande, el mismo ¿en movimiento? ¿en reposo?, lugar.” También están presentes, entre otras herramientas formales, la descripción y la enumeración. En ese sentido, por momentos “La mayor” es un relato donde la lentitud y la minuciosidad, la exploración de los límites del lenguaje, pueden deslumbrar o, al contrario, irritar hasta la exasperación. Baste como muestra de qué manera se cuenta la experiencia del hombre subiendo los escalones a la terraza: “Ahora estoy estando en el primer escalón, en la oscuridad, en el frío. Ahora estoy estando en el segundo escalón. En el tercer escalón ahora. Ahora estoy estando en el penúltimo escalón. Ahora estuve o estoy todavía estando en el primer escalón y estuve o estoy todavía estando en el primer y en el segundo escalón y estuve o estoy estando, ahora, en el tercer escalón, y estuve o estoy estando en el primer y en el segundo y en el cuarto y en el séptimo y en el antepenúltimo y en el último escalón ahora.” etc. etc. O más adelante, este mismo recurso, pero donde la descripción se entrelaza permanentemente con la duda, en la observación de las pinceladas del cuadro “Campo de trigo de los cuervos” de Van Gogh, que el personaje mira desde su escritorio: “Y en la pared, sobre el escritorio, con mucho blanco alrededor, detrás del vidrio, el Campo, ¿pero es verdaderamente un campo?, de trigo, ¿pero es verdaderamente trigo?, de los cuervos, y uno podría, verdaderamente, preguntarse si son verdaderamente cuervos. Son, más bien, manchas, confusas, azules, amarillas, verdes, negras, manchas, más confusas a medida que uno va aproximándose,”….

Y continúa desplegando la aproximación al cuadro, en otro momento del relato, cuando el personaje, en su introspección, intenta fijar la atención en algo, encontrar una respuesta, una señal de los objetos a los que interroga sin éxito. Pero a este hombre contemporáneo, aislado en la soledad paradojal de la ciudad, nada le responde: ni los objetos, ni el silencio del mundo, ni siquiera el cuadro. Por su parte, el autor consigue a través de interrogaciones y del lenguaje desarrollar una de sus inquietudes centrales: la falta de certezas acerca de la validez del arte como representación de la realidad, incertidumbre implícita también, continuamente, en la sustancia del relato.

Nos encontramos así frente a un texto que cuestiona la posibilidad de asir la realidad, el instante. Y en él están incluidos otros elementos -la foto de un diario, un cuadro- representaciones a su vez de esa misma realidad. Exploraciones de sentido, entonces, como cajas chinas, ligadas por una escritura que se interroga a sí misma y donde el sentido va y viene. Hasta el tiempo por momentos, también es circular: un tiempo donde se cuentan acciones morosas, banales, (tomar un té, salir a la terraza, encender un cigarrillo, adormecerse) acciones que no obstante, por la forma en que están narradas se vuelven inquietantes y sugestivas.

Sobre una carpeta verde, se lee, en tinta roja, la palabra PARANATELLON. Está escrita, aparentemente, allí. Pero más adelante, el personaje está escribiendo esa misma palabra. ¿Error? ¿Repetición? No queda claro, igual que pareciera sucederle al personaje con todas sus percepciones, en qué momento sucedió la escritura. Todo es puesto en duda, los lugares y su permanencia cuando el personaje se traslada y quedan atrás, las palabras y su significado, las emociones y los recuerdos.

Asimismo, podría pensarse en el momento político en el que Saer escribe este relato, 1972. Y tienta aventurar que existiría en él una suerte de anticipación de la sensibilidad del artista a lo que seguiría después: el tema de la memoria, la imposibilidad del reencuentro con los orígenes, con el pasado, ese drama de un vacío impuesto por la violencia en la vida de tantas personas reales arrancadas de sus familias, o ese otro vacío, simétrico, el del futuro, truncadas las historias de miles de desaparecidos. El volumen que contiene al relato se publica en 1976 y de ese tema, que arraigaría dolorosamente en la Argentina, podría este cuento ser claramente una metáfora. Sin embargo, en “La mayor”, y en el contexto de la obra de Saer, parece tener más peso una angustia que va más allá de coyunturas históricas. Una angustia inscripta en la esencia de la cultura contemporánea. Saer, simplemente al situar el narrador mirando la luna, en una terraza urbana, escribe a un hombre actual frente al cosmos y da cuenta, sin caer en lugares comunes ni formas previsibles, de esa sensación de desamparo que resulta de saber que hay tantos mundos en el mundo, que el nuestro es uno más entre millares de hogares donde la televisión está encendida y donde se repite ¿con qué sentido? simultáneamente, la misma escena: caras sin expresión, mudas frente a una pantalla.

Por fin, el personaje del cuento cesa en su deambular plagado de interrogantes, se desnuda y se acuesta. Y es en ese momento, en la zona fronteriza entre el sueño y la vigilia, cuando alcanza a vislumbrar, en la oscuridad, un recuerdo. Lo apresa, el recuerdo se dibuja una y otra vez en su mente con mayor o menor nitidez y sin embargo es impreciso, incompleto y el hombre termina preguntándose de dónde viene, cuál es su relación –si es que la hay– con la realidad que le dio origen y admitiendo, una vez más, acerca de todo, y del recuerdo mismo y su naturaleza, la vacilación.

La escritura del autor de El limonero real se caracteriza por acercarse como una potente lupa a los mínimos gestos y a las más sutiles percepciones. ¿Es ese el secreto de su poder de fascinación? ¿Es su evidente relación con la música, cuando vuelve una y otra vez con variaciones sobre el mismo asunto? Alguna vez, en Buenos Aires, en una conferencia en el MALBA, Saer sostuvo que había escrito durante unos años de cierta manera. Hasta que un día, se encontró escribiendo de otra forma, como no había escrito nunca antes. Entonces, en un acto de desapego y de coraje (aunque él no lo calificó así, verdaderamente lo era) el escritor destruyó todo lo que había escrito antes de aquel día. Y fue en ese momento, dijo, que empezó su trayectoria como escritor. Acaso este descubrimiento explique por qué sus textos, su tono, resultan inconfundibles, están cargados de resonancias. Se diría que Saer es alguien que ha tenido el genio -y la dicha – de encontrar su propia voz, alguien que no se limitó a contar historias con más o menos oficio.

Él mismo, también, da otra respuesta iluminadora. En su novela Cicatrices, pone en boca de Tomatis, un personaje reiterado en varios de sus libros, la frase siguiente: “Hay tres cosas que tienen realidad en la literatura: la conciencia, el lenguaje y la forma” Para luego agregar: “La literatura da forma, a través del lenguaje, a momentos particulares de la conciencia.” Narrar, entonces, un momento singular de la conciencia. Es posible que no haya otro escritor argentino que lo haya logrado como él.

 

María José Eyras / PUBLICADO EN LA REVISTA VIRTUAL NO RETORNABLE

 

 

Deja una respuesta

Introduce tus datos o haz clic en un icono para iniciar sesión:

Logo de WordPress.com

Estás comentando usando tu cuenta de WordPress.com. Salir /  Cambiar )

Foto de Facebook

Estás comentando usando tu cuenta de Facebook. Salir /  Cambiar )

Conectando a %s